sábado, 18 de mayo de 2013

Notas para “La Internacional Situacionista: el arte de la intervención histórica” (Miguel Amorós)


Decimos “arte” en lugar de “teoría” al referirnos a la intervención en la Historia porque creemos que se trata más de un oficio o saber aprendido, de una habilidad para la aplicación racional y subversiva de ideas, que de un sistema conceptual con el que interpretar la realidad para ofrecerla a la conciencia. En griego, “theoros” es el espectador y los situacionistas rehusaron siempre a calificar de teoría su trabajo crítico. Para Debord tenía más que ver con una forma particular de arte, el arte de la guerra. ¿Cómo se aprende ese arte? De entrada, visitando sus escenarios. Michelle Bernstein respondió con humor a esa pregunta. En su novela “Todos los caballeros del rey” figura el siguiente diálogo:

“- ¿A qué te dedicas exactamente?
- A la reificación.
- Ya veo, un trabajo muy serio, con gruesos libros y una mesa llena de papeles.
- No. Me paseo. Principalmente me paseo.”

Se ha dicho de la I. S. que fue “la más política de las vanguardias artísticas y la más artística de las vanguardias políticas.” Nuestra charla tratará de explicar eso exhaustivamente. Fue bien una vanguardia, un grupo reducido de gente, principalmente artistas, personas que hacían de su vida arte, marchando al paso de la realidad, pero una zancada por delante. Anunciando su tiempo, el tiempo. Al menos desde el movimiento romántico podemos afirmar que las crisis culturales adelantan a las crisis sociales y son el mejor indicador de su advenimiento. Con ello no solamente aludimos al dadaísmo, preludio cultural de la revolución rusa, sino a la generación “beat” de Kerouac, Burroughs y Trocchi, principio de la revuelta americana de los sesenta. Y por supuesto, a la propia I.S., íntimamente relacionada con el Mayo del 68 y la revolución moderna. La vanguardia fue el mejor instrumento para intervenir en las crisis y la cultura –que incluye el arte- era su terreno más apropiado de acción. Eran la forma organizativa que revestía el combate contra la cultura burguesa en descomposición. La principal tarea de la vanguardia consistía en hacer tabla rasa con el pasado constituyendo el momento destructivo del presente. La crítica de los valores dominantes tanto artísticos como éticos y sociales tenía lugar primero como revolución cultural, en su primera fase desvalorizadora y negadora. Las intenciones vanguardistas se plasmaban en manifiestos más que en obras. Sus obras no cobraban sentido sino como manifiestos y la manera de darlas a conocer estaba indisolublemente ligada a ellos. La I.S. iba más lejos, pues negaba la existencia de un arte situacionista, autorizando sólo un uso situacionista del arte. La desviación literaria o artística era el mayor crimen, sancionado con la expulsión. Los tratos con la cultura oficial entraban en contradicción flagrante con el mensaje de la vanguardia, revocando su ejemplaridad y minando su razón de ser. La exclusión era un mandato de la coherencia. Una exigencia puesta en práctica por primera vez por el Movimiento Surrealista. No se concebían las manifestaciones vanguardístas –incluidas las expulsiones- sino como ruptura radical y pública, o sea, como escándalo. El escándalo rompía eficazmente el cerco de silencio con el que el orden se protegía, ocupando en tanto que mecanismo contrapublicitario el centro del saber subversivo objeto de nuestra charla. Mediante el escándalo se compensaba la desproporción de fuerzas, de modo que un grupo exiguo podía, gracias a él, contrarrestar la mole cultural con éxito.

Con escándalo se presentó Isidore Isou, fundador del Movimiento Lettrista, en el Festival de cine de Cannes en 1951 con su “Tratado de Baba y Eternidad” debajo del brazo. La cinta había sido fabricada mediante la unión azarosa de deshechos cinematográficos, voluntariamente rayados y acompañados de un audio provocador. Las demostraciones lettristas buscaban el conflicto. Lo que escondían sus metagrafías, sus decollages, sus salpicaduras, su poesía de letras en lugar de palabras, sus películas como “El Anticoncepto”, de Gil J. Wolman, o “Gritos a favor de Sade”, de Debord, sin imágenes, con espacios en blanco y en negro, no era la aparición de un nuevo arte, sino la demolición del antiguo. Nos evocan anteriores obras dadaístas como el orinal que Duchamp llamó “Fuente”, la poesía fonética de Schwiters, o el film de Picabia titulado irónicamente “Entreacto.” Según la vanguardia lettrista todo periodo de crisis tiene una fase destructiva, desvalorizadora de la producción artística, descendente, y una fase constructora, creadora de nuevos valores, ascendente. La destrucción se efectuaba a través de una inflación metódica de la producción de obras. De ahí el experimentalismo frenético que marca la época –pensamos no sólo en los lettristas, sino también en Asger Jorn, Cage, Saura, Pollock, Resnais, Rexroth, el grupo Cobra, y tantos otros-, ante cuya recuperación por un nuevo oficialismo se levantó la izquierda lettrista. Constituida en Internacional, creía que el momento “ascendente” todavía no estaba por darse puesto que la revolución social no había ocurrido, propugnando lisa y llanamente la abolición del arte. Seguir la tarea de la subversión de valores, construyendo mediante el uso “desviado” de elementos estéticos situaciones que disolvieran los comportamientos burgueses, ambientes nuevos propicios al juego y la deriva que impidieran una marcha atrás hacía la conducta conformista. De ahí vino el adjetivo “situacionista”. Situacionista es aquél que construye situaciones.

En 1957, la I. L. celebró un congreso en una pequeña ciudad italiana de Coscio d’Arroscia al que asistieron otros vanguardistas, agrupados casi todos en una Bauhaus Imaginista, especie de centro que defendía un uso unitario de las artes y luchaba contra la racionalización instrumental del vivir implicada en el funcionalismo y el diseño industrial “de vanguardia.” Los reunidos decidieron fundar una nueva Internacional, la I.S. Debord redactó un folleto que sirviera de base a la formación, “Informe sobre la construcción de situaciones”, y se marcarán distancias con la vanguardia rival, el movimiento surrealista, criticando sobre todo sus incursiones en lo irracional y su fe en la obra artística. Más tarde resumiría su crítica en una lapidaria frase: “el surrealismo quiso realizar el arte sin suprimirlo.” Los situacionistas en principio creían en el arte concebido integralmente y como juego colectivo, pero no en la obra de arte. Su concepto de la situación construida coincidía con el de “momento” expresado por Lefebvre -“intento de alcanzar la realización total de una posibilidad”- y fueron muchas las afinidades con su crítica de la vida cotidiana. La vida cotidiana, sometida a esa forma moderna de capitalismo que ellos llamaban “espectáculo”, acababa el proceso de proletarización de los asalariados comenzado en los talleres y las fábricas. Podía ser el punto de arranque de una lucha de clases más auténtica, menos limitada por constricciones económicas puesto que se inscribía en el rechazo del trabajo. El marco físico donde discurría estaba condicionado por un urbanismo represor, que estaba siendo conscientemente diseñado para aislar a los individuos, mecanizarlos y convertirlos en trabajadores consumidores. El espacio que el nuevo urbanismo racionalista concebía anulaba cualquier posibilidad de juego y encuentro, por lo que los situacionistas trataron de formular una crítica de la alienación espacial en la teoría del Urbanismo Unitario, de resonancias fourieristas. La defensa contra la tentación de la obra de arte causó las primeras expulsiones. El contacto con el grupo “Socialismo a Barbarie”, de Castoriadis, por parte de Frankin y Debord, puso sobre el tapete la unificación de la crítica social y la de la vida cotidiana, arrinconando aún más a quienes, por mantener la separación, reproducían inclinaciones artísticas. La voluntad de realizar el arte sin suprimirlo había llevado a muchos seudovanguardistas a complacerse indefinidamente en el proceso de disolución, atacando a cada elemento por separado, sea la forma, sea el color, sea la materia, sea el embalaje. El proceso, a fuerza de repetirse, acababa por entrar en el repertorio de los críticos, convirtiéndose así en un negocio rentable. La I.S. opinaba como Hegel, que el arte había muerto como medio mediante el cual comunicar la verdad de este mundo, que era “insuficiente ya en la gran marcha histórica hacia la autoconciencia”, ahora misión de una superior conciencia crítico-social. La búsqueda de una crítica unitaria de la sociedad de clases urgía a liquidar definitivamente la fase artística, apartando a los artistas que habían sobrevivido a las rupturas.

Entre 1962 y 1967 la I.S., reforzada con nuevas adhesiones –Vaneigem, Kotanyi, Viénet, Khayati- desarrollaría la crítica más completa y coherente de su tiempo, el único pensamiento subversivo capaz de intuir y adelantarse a los acontecimientos; el pensamiento revolucionario de una nueva época de la lucha social. Sus pilares había que buscarlos en el método de Hegel y Marx, la abolición del arte, la crítica del espectáculo y la teoría de los Consejos Obreros. Todo lo bueno de anteriores ideologías críticas de lo existente -la negación del Estado y la reivindicación radical de la subjetividad en los anarquistas, la democracia consejista en los comunistas de izquierda, el recurso al juego y a lo maravilloso cotidiano en los surrealistas, etc.- encontraba su sitio en la crítica situacionista, articulándose en ella de modo coherente. Pero la forma organizacional adoptada –y plasmada en la “Definición mínima de organización revolucionaria”- la de vanguardia revolucionaria separada, fruto de un insuficiente desarrollo político y cultural del proletariado, planteaba como urgente el problema de la comunicación de la crítica. La I.S. supo mostrarse tremendamente eficaz con los poquísimos medios que tuvo a su alcance y con los escasos aliados que encontró por el camino. En 1966 y 1967 se produjo una rara abundancia de publicaciones que completaban su tarea y, sin que nadie se lo esperara, ni en el poder ni en la calle, constituían el prefacio más adecuado de la revuelta de Mayo del 68. Fue el año de algunos escritos esenciales que conmocionaron al mundo, como “El declive y caída de la economía espectacular de mercado”, “Los puntos de explosión de la ideología en China”, “De la miseria en el medio estudiantil”; de los números 10 y 11 de la revista I.S.; del “Tratado del Saber Vivir” y de “La Sociedad del Espectáculo.” El proletariado -“aquél que no tiene ningún poder sobre su vida y lo sabe”- no se manifestaba a través de los estudiantes o de los sindicatos, sino en las huelgas salvajes obreras y en la protesta juvenil de quienes a cambio de no morir de hambre, morían de aburrimiento; en luchas como las protagonizadas por el movimiento antiatómico británico o por los provos holandeses; en las conflictos de los mineros asturianos y de los obreros autogestionarios argelinos; en la insurrección de los guetos negros americanos o en las broncas del Zengakuren japonés...

La crítica situacionista no penetró demasiado en los medios obreros, pero la lucha obrera se volvía más situacionista cada día que pasaba. Si la conciencia histórica no avanzaba con suficiente rapidez hacia el proletariado, en cambio sí parecía marchar el proletariado hacía la conciencia histórica. Mayo del 68 significó la confluencia de ambos movimientos. El conflicto estudiantil en que la I.S. buscó el punto de apoyo de su intervención histórica fue la chispa que puso en acción a diez millones de trabajadores. La mayor huelga salvaje de la historia puso en jaque al poder político, y durante algo más de una semana fue posible derrocarlo, pero la clase obrera no se atrevió a dar el paso y convertir las ocupaciones de fábricas en consejos obreros. Los acuerdos de Grenelle entre el gobierno francés y los sindicatos permitieron que el viejo mundo pasara al contraataque. Se produjo un fenómeno típico de una sociedad de masas: las ideas revolucionarias conocieron un auge extraordinario, pero no como arma subversiva sino como objeto de contemplación y consumo. La mayoría de quienes las enarbolaban no lo hacían para cambiar el mundo sino para estar en la onda: ¡la revolución se había puesto de moda! La crítica teórico-práctica de un periodo determinado de la lucha de clases se transmutaba en ideología perenne, en situacionismo. Los situacionistas, a pesar de ellos mismos, tuvieron multitud de seguidores a los que llamaron “prositus”, pero no entre los revolucionarios sinceros, siempre pocos, sino entre la masa desclasada que el crecimiento económico producía sin cesar, y que abastecía al poder de personal subalterno. Sus libros se vendían a puñados y su contenido era tomado por una revelación. La crítica “situ” explicaba su tiempo mejor que ninguna otra, pero no había previsto que las fuerzas sociales del capital la usaran para comprenderlo, afianzando su orden en proceso de cambio ¡No había calculado que el orden establecido, en el fragor del combate, también se hiciese situacionista!

A partir de 1970 la I.S. entra en un periodo de parálisis y decadencia que un “debate de orientación” no puede conjurar. En 1972 Debord y Sanguinetti firmaban oficialmente su disolución. Se ha dado todo tipo de explicaciones del caso: que falló la relación entre Debord y Vaneigem, sus dos grandes teóricos; que la selección de nuevos adherentes no fue la apropiada; que se había agotado el tiempo de las vanguardias; que la cuestión social en tiempos de guerra de clases ya no se planteaba como teoría de la revolución sino como estrategia de guerra... Debord pareció creerlo así cuando a propósito de la Revolución de los Claveles en Portugal dijo que había que leer a Clausewitz antes que a Marx. No andaba del todo errado, pero tampoco eso era completamente cierto. Puede que se agotara el tiempo de la I.S. pero no el de los situacionistas. El proletariado protagonizó varios sobresaltos en diversos países –Portugal, Italia, España, Polonia- pero quedó estancado. El movimiento antinuclear empezaba a despuntar, poniendo en el tapete nuevas cuestiones sobre la degradación de la vida en el planeta ya intuidas en las “Tesis sobre la I.S. y su tiempo.” Y la sociedad capitalista, tras décadas de expansión económica, empezaba a reestructurarse para dar hacia delante el salto cualitativo que su enemigo histórico, el proletariado no se decidía a dar.

La clase dirigente supo servirse de la herencia cultural que la clase obrera no aprovechaba, cambiando su lenguaje, sus valores, sus tradiciones y sus criterios morales en pro de una nueva época de dominio. En un proceso de recuperación sin precedentes, sus mercenarios intelectuales entraron a saco en las aportaciones situacionistas. Los recuperadores tenían algo en común con la I.S., y es que también combatían contra la estética desfasada y la moral calvinista de la burguesía tradicional, evidentemente, no a favor de una revolución, sino en pro de un capitalismo renovado y posmoderno. La recuperación rompía con el pasado y liquidaba la tradición cultural del capitalismo nacional porque se habían vuelto obstáculos para el crecimiento económico. Cortaba el cordón umbilical que unía la clase dominante con la sexualidad reprimida y el estatismo burgués porque la acumulación de capitales necesitaba superarlos. La desregulación de los mercados nacionales transcurría también en el terreno de las ideas, y por desgracia, la “french theory” de los años setenta –los Foucault, Guattari, Lyotard, Deleuze, Derrida, Baudrillard, Negri, Lipovetsky- aparecía en el momento justo, como contrapunto reaccionario de la crítica situacionista y elemento de amalgama neutralizador de primera magnitud. Mayo del 68 se reinterpretaba como cambio de paradigma cultural, renovación ideológica, “revolución” en las costumbres, Incluso como fin de la Modernidad y de la Historia. Los logros alcanzados en la libertad personal no eran más que el pálido reflejo de la libertad de mercado. La frase rubricada por Debord y su colega italiano, “que la época se aterrorice a sí misma admirándose por lo que ella es”, cobraba plenamente sentido diez años después de haber sido escrita.

A los revolucionarios les quedaba mucho por decir después de Mayo, y lo que entonces podía tomarse por perfección de la teoría, no era en cambio más que retroceso del sujeto histórico. La contrarrevolución sigue los mismos caminos que la revolución, pero como enemiga de ella. La recuperación fue durante mucho tiempo su principal arma. Es tanta la basura acumulada y la confusión sembrada, que no resulta fácil aproximarse a las revueltas de los sesenta y setenta con objetividad, y menos, restituirlas con veracidad. Solamente un nuevo movimiento revolucionario sería capaz de hacerlo. Sin embargo, la herencia de la I.S. todavía quema, pues son bastantes quienes las continúan descontextualizando, vaciando, fragmentando y transplantando para uso de las nuevas generaciones de dirigentes. Eran ideas de guerra, con carga explosiva que siempre es necesario desactivar si se las quiere utilizar como factor de innovación del poder. Su uso en tanto que reserva ideológica de la dominación de clase obliga a tomar precauciones: lo que nació en la barricada no se aviene con facilidad a descansar en los anaqueles del museo ni a dejarse destripar en la mesa de disección. Siempre existe el riesgo de que, como a un niño perdido, sus verdaderos herederos la encuentren. Las ideas situacionistas son un arma peligrosa en manos incontroladas: las carga el diablo.

Miguel Amorós

Charlas en el CSO Eko de Carabanchel, Madrid, el 23 de enero, y en el CSOA El Retal, Murcia, el 1 de mayo de 2012.
Tomado de Alasbarricadas

Relacionado: Audio de la charla de M. Amorós "I.S., el arte de intervenir en la historia", del 1 de Mayo en el CSO EL Retal (españa), colgada hace poco en Hommodolars. DESCARGAR AQUÍ.

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